El choque
Esta historia es una de muchas. Me importa y me conforma. Es cruda y hay muchas cosas aquí que enrabian, indignan y entristecen pero la suma de esta experiencia me ha enseñado tanto y he crecido hacia lugares, pensamientos y emociones a los que no habría podido llegar de otra forma.
Los primeros días de agosto de 2019 estaba en mi casa en Taxco iniciando mi tercer semestre de la carrera de Arte y diseño en la FAD.
Noté una molestia primero. Se convirtió en dolorcito. Era el lado derecho de mi vientre. Tantos años con cólicos menstruales incapacitantes y tantas infecciones urinarias me tenían bastante tranquila al respecto.
Cuando me ponía de pie o me sentaba, punzaba ese dolor y como quería quitarme de encima aquel pendiente, hice una cita con mi ginecóloga, la mujer que acompañó a mi mamá en mi nacimiento.
No me enorgullece decir esto, pero me enfermaba bastante seguido, estaba acostumbrada a ir frecuentemente al médico, tomar antibióticos, por lo general inyectados, y cumplir con los tratamientos farmacéuticos de cualquier padecimiento.
Viajé a la Ciudad de México, donde nací y donde vive mi familia, el viernes 9 de agosto y el sábado me dirigí a mi consulta. Adriana me dijo tras una revisión que por mi DIU de cobre era posible que se hubiese producido un embarazo ectópico y había que descartarlo: "Si no es eso, probablemente no es nada", oí cuando me estaba despidiendo.
El domingo 10 fui muy temprano a hacerme mi primer ultrasonido transvaginal. Me acompañó mi papá. Ojalá pudiera acordarme de las cosas que pasaron, que pensé o que sentí antes de que me anunciaran que tenía un quiste de 5 cm en el ovario derecho. Sé qué pasó después pero no estoy segura de haberlo vivido en mi cuerpo y en mis emociones porque no conseguí entender lo que ocurría hasta mucho después.
Saliendo del ultrasonido le escribí a Adriana y a mi médica de cabecera. Mi médica me aconsejó ir de inmediato a urgencias. El Hospital General de Zona 1-A del IMSS era lo más cercano que tenía y al que tenía acceso por estudiar en la UNAM.
No sentía dolor. No quise prestarle atención. Llegamos mi papá y yo a su casa y le dije que no quería ir al hospital porque era probable que el dolor se debiera a mi periodo, porque estaba sangrando.
Finalmente me convenció de ir a urgencias. Me sentía farsante porque ni siquiera me dolía tanto pero "en el sistema de salud público mexicano hay que insistir para que la atiendan a una", me había dicho mi médica.
Entré a una consulta por una puerta por la que ya no salí. En el segundo ultrasonido de ese día encontraron que el quiste era de 9 y no de 5 cm y estaba a punto de reventarse.
"Fernanda, por protocolo tenemos que ingresarte", me explicaron. Yo miraba a estas personas y no sé qué pasaba por mi cabeza. Repetían una y otra vez que yo debía quedarme ahí. Ni siquiera recuerdo haber escuchado "operación", "cirugía", "extirpar". Pregunté cuándo me podía ir y me dijeron que si me iba, debía firmar una carta donde yo asumía la responsabilidad de mi salud. Yo pensaba que ya era responsable de mi salud.
Avisé a mi familia que me iban a "ingresar". Me desvistieron, me quitaron todos los aretes y accesorios, me despintaron las uñas y le dieron mis cosas a mi mamá cuando entré en silla de ruedas y bata a una sala con camillas.
Adentro, estaba junto a muchas camillas y muchas mujeres. Las enfermeras iban y venían de un pasillo que conectaba con la sala de parto y los quirófanos. Me sacaban sangre, me ponían medicamentos que sentía entrar por una vena, me preguntaban cuándo comí por última vez, si era alérgica a algún medicamento, si me habían operado antes, si había estado embarazada, si había abortado, cuántas parejas sexuales había tenido, si tenía enfermedades crónicas o las había en mi familia. Cuál era mi religión, a qué me dedicaba, dónde nací, si consumía alcohol, qué drogas había probado. Me preguntaban también cuánto era mi dolor del 1 al 10 y como yo siempre respondía 4, pasé 12 horas en esa sala.
Durante ese tiempo escuché a las demás. Casi todas tenían diabetes o hipertensión. Solamente había otra mujer, aparte de mí, que no estaba embarazada. Iban a extirparle la matriz. Escuché que algunas habían tenido abortos espontáneos, otras ya tenían más de 3 hijxs. También escuché a adolescentes. De todo lo que escuché ahí, nunca voy a olvidar el sonido del primer llanto de bebé. Me tocaron por lo menos 4 nacimientos y aunque estaba aterrada, ese sonido me asombraba y me abismaba cada vez que resonaba por la sala.
Las enfermeras de vez en cuando me explicaban que debían darle preferencia a "las parturientas" pero que no me preocupara, que ya pronto me pasaban al quirófano. Después de que un anestesiólogo me hizo firmar papeles para la epidural y me dijeron que, ahora sí me tocaba, lloré. Lloré mucho en mi camilla, sola, porque no sabía lo que iba a pasar y si yo iba a salir viva de ahí. Nunca antes sentí la angustia de saberme finita y mortal. Tampoco había necesitado tanto un abrazo o la voz de alguien a quien yo amara.
En el quirófano empecé a temblar. Una pasante me preguntó si estaba nerviosa. Le dije que no, que era por el frío. Me tomó la mano mientras me anestesiaban la columna y me dijo que no hacía frío. Recuerdo que pasados unos minutos me estaba riendo. Después de dormí. Al finalizar la cirugía desperté brevemente y una persona me dijo "mira, este es tu quiste" y me puso enfrente un bote de plástico con una masa amorfa y oscura.
El lunes 12 de agosto desperté en una sala de camillas parecida a la que estuve antes de la operación pero ésta tenía al centro un gran mostrador cuadrangular y adentro había muchas enfermeras platicando.
Lo primero que sentí fue hambre. Pregunté varias veces si me iban a dar algo de comer pero nadie sabía responderme.
Pasadas unas tres horas comencé a sentir dolor abdominal. Más allá del dolor, la sensación era de que yo no estaba bien. Todo mi cuerpo, cada parte, se sentía de una forma tan incorrecta que ahora me voy con cuidado cuando "me siento mal", porque sé que algo me duele o está inflamado, pero nunca me he vuelto a sentir esencialmente, en mi totalidad, mal.
Sé que estuve hablando sola un rato. A la enfermera que pasaba, le trataba de comunicar, como fuera, que estaba sintiendo mucho dolor y desesperación por que alguien me ayudara a cambiar mi estado.
Una médica, que no era quien me atendía, me notó extrañamente pálida, quizá gris o "transparente". Me tomaron una muestra de sangre donde salí baja de plaquetas, lo que significaba que no tenía niveles normales de circulación de sangre.
Ordenaron hacerme un ultrasonido que fracasó porque no tenía suficiente líquido en la vejiga que hiciera el contraste. Recuerdo que para cada traslado me tenían que cambiar de mi camilla a otra más pequeña donde estaba completamente horizontal. Cada vez que me movían y que yo estaba en dicha postura sentía un dolor muy por encima de cualquier escala del 1 al 10 que yo hubiese conocido.
Al volver a la sala de enfermería le dieron instrucciones a 4 o 5 pasantes de "llenarme la vejiga", por lo que jugaron a invertir la manguera que drenaba mi orina a una bolsa y ponerla en una botella de agua potable que bombearon hacia mi uretra, riendo, porque a veces, entre tantos pares de manos torpes, la manguera se desconectaba y mojaba mi camilla.
Me volvieron a cambiar de camilla para llevarme a un segundo ultrasonido. Me recostaron en un sillón y el médico pidió al camillero que me reclinara por completo. Se sorprendió cuando yo le respondí pidiendo que no lo hicieran porque me dolía mucho. Yo pienso que estaba tan acostumbrado a comunicarse sólo con otrxs médicxs, enfermerxs, camillerxs, etc. que lo descolocó oír la voz de una paciente yendo en contra de sus órdenes.
En ese momento se dieron cuenta de que tenía una hemorragia muy seria en todo el abdomen y que debían reintervenirme de urgencia.
No había quirófanos disponibles pero si ves médicxs corriendo, alteradxs y preocupadxs, la señal es bastante macabra.
Me dejaron afuera de un quirófano, en el pasillo, como haciendo fila para entrar al segundo que fuera posible y mientras esperaban (esperábamos) me fui rodeando de gente. Unas personas me vendaban los pies y las manos, otras me administraban medicamentos por catéteres nuevos que pinchaban un espacio virgen de mis manos, me hacían firmar papeles, me abrían los ojos para inspeccionar mis pupilas con linternas y otras simplemente hablaban de mí.
Ese día conocí el dolor más fuerte de mi vida. Me hizo llorar y suplicarle a lxs médicxs que ya no me movieran porque ya no lo soportaba. Quería vomitar o salirme de mi cuerpo o morirme. Lo último que vi en el quirófano fueron muchas personas alrededor de mí y quizá llegué a preguntarme, incluso preocuparme, de si todas me operarían.
Respiré unas cuatro veces con una mascarilla con anestesia y me dormí.
Me sorprendió despertar. No tenía idea de la hora. De nuevo estaba en una sala de enfermería, otra nueva. Se acercó un médico y me dijo "entonces... marihuana, alcohol, lsd, ayahuasca, éxtasis..." y comenzó a aleccionarme sobre el consumo de sustancias. Eso. Eso fue lo primero que me dijo un médico cuando desperté de una segunda cirugía que nunca debió pasar.
Después de tratarme como drogadicta y traer a tema mi número de parejas sexuales me dijo "ya en un rato te suben a piso. Ya cuídate, Fer."
No sé cómo se siente que te pase un tren encima pero es lo único a lo que puedo asociar el dolor abdominal que sentí cuando desperté. También me dolía mucho la garganta porque entiendo que me intubaron.
Pasé varias horas ahí antes de que me asignaran una habitación en el 4to piso del hospital, el de ginecoobstetricia. Donde sentí por fin que ya no estaba en peligro.
A las 3 de la tarde del martes 13 subió a verme mi papá y después mi mamá. Estuve 4 días hospitalizada. Compartí cuarto con otras dos camillas y varias mujeres que iban y se iban. Me arrepiento mucho de no haberme acercado a una mujer que acababa de perder a su bebé y a quien escuché llorar sola, como yo 5 días atrás.
No sé en qué momento de esos días me dijeron que me habían quitado el ovario derecho, la trompa y el apéndice. Tampoco recuerdo cuándo caí en cuenta de que una parte de mí con la que viví 21 años ya no estaba en mi cuerpo. Hasta hoy lo resiento.
Hice mucho esfuerzo por recuperarme rápido para poder salir de ahí e irme a casa con mi familia. El viernes 16 salí del hospital por algo que no fue un embarazo ectópico. Antes de ir por mí a la habitación, le dijeron a mi papá que habían encontrado focos endometriósicos en mi útero y los habían cauterizado. Ese día también supe que tenía algo llamado endometriosis.
Los primeros días fuera del hospital sentía principalmente rabia por la forma en la que me habían tratado. Quería escribir sobre lo que pasó mientras toda esa información estaba fresca, pero también estaba fresco mi dolor, pena y desconcierto. No entendía lo que había pasado, sentía mucha culpa por no haber atendido los quistes que ya sabía que tenía y crecieron mientras yo viajé por 10 meses en un lapso de 2 años. Maldecía al sistema de salud, al Estado, a lxs médicxs, a mi ginecóloga, a las enfermeras que no me hicieron caso, a lxs pasantes y a quienes decidieron que yo podía vivir con un ovario y una trompa.
Las primeras veces que conté esta historia lo hice llorando. Después fui oscuramente cómica al respecto y me di cuenta de que era un mecanismo de defensa y que me seguía produciendo una enorme pena. Poco a poco fui contando esta historia de manera seria pero en paz, ahora, después de 2 años recién la puedo escribir. Porque esta historia sólo fue el comienzo de un mundo que se me abrió a partir del diagnóstico de la endometriosis y la que ha determinado una nueva vida, procesos, intereses, luchas, convicciones, redes y tanto aprendizaje, que no me lo puedo guardar para mí. Me reconozco como una piececita, una de cada 10 mujeres que puede incidir en este 10% que merecemos sentirnos bien, el derecho a tratamientos que nos garanticen una vida plena y sin dolor, que se investigue y atienda esta enfermedad crónica que aunque es benigna, igual invade, limita, incapacita, ataca y aísla a quienes la padecemos.
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